RENUNCIAS FORZOSAS
En
la era del régimen priista faraónico más autoritario, era una práctica común de
los presidentes en funciones remover gobernadores para hacer sentir a toda la
clase política lo que podía pasar cuando se caía de la gracia del todopoderoso titular
del Ejecutivo.
Era
también una ominosa manera de burlarse de la población y de la inexistente democracia,
ya que esos actos de totalitarismo aplastaban lo que se suponía era la
“voluntad popular” para elegir gobernantes, que aunque era una farsa, pues no
había elecciones realmente libres, sí representaba un marco de mínima
estabilidad y gobernabilidad para el régimen en esos años.
De
este modo, en 1975 Luis Echeverría “destituyó” al gobernador de Sonora, Carlos
Armando Biebrich, y en 1977, José López Portillo al de Oaxaca, Manuel Zárate
Aquino. El primero, por una matanza de campesinos; al segundo, por los
conflictos magisteriales que terminaron con el surgimiento de la Coordinadora
Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE).
El
presidente que más gobernadores movió de sus puestos fue Carlos Salinas de
Gortari, con 16 durante su sexenio. Algunos para promoverlos en su gabinete,
como fue el caso de Fernando Gutiérrez Barrios, que dejó la gubernatura de
Veracruz para convertirse en secretario de Gobernación. A muchos otros, para
calmar a la oposición por lo cuestionado de las elecciones de las que surgieron,
caso de Ramón Aguirre en Guanajuato y de Fausto Zapata en San Luis Potosí,
dando inicio a las “concertacesiones” entre el gobierno y el PAN.
Ernesto
Zedillo no se quedó muy atrás. En su sexenio salieron diez gobernadores de sus
estados, la mayoría “por las circunstancias políticas del momento”. El único
que resistió la embestida presidencial fue el tabasqueño Roberto Madrazo
Pintado, quien no aceptó ser relevado y prácticamente se acuarteló en su entidad
hasta el final de la administración
zedillista.
Los
presidentes panistas Vicente Fox y Felipe Calderón, hay que reconocerlo,
terminaron con la práctica del garrote político a los gobernadores y no “derrocaron”
a ninguno. Los que salieron antes de concluir sus periodos lo hicieron para
“brincar” a cargos dentro del Gobierno Federal o en la dirigencia de sus
partidos.
Tan
ancha fue la manga que les dieron Fox y Calderón a los gobernadores, que muchos
de éstos, en especial los priistas, abusaron del poder y convirtieron sus
estados en auténticos feudos donde sus deseos eran órdenes de carácter
imperial. Veracruz, en tiempos de Fidel Herrera, fue uno de ellos.
El
retorno del PRI a Los Pinos ha supuesto también el regreso de viejas prácticas
de la política al estilo tricolor. La más tangible es la de mano dura, de
control y autoritarismo que recuerda las formas de la “presidencia imperial”
descrita por Enrique Krauze. La detención del ex vocero de las autodefensas
michoacanas, José Manuel Mireles, es un ejemplo clarísimo de esto.
Pero
a pesar de la monumental ineptitud de muchos de ellos, el presidente Enrique
Peña Nieto había evitado remover gobernadores. ¿La razón? Que él mismo fue
mandatario estatal. Hasta que la situación de ingobernabilidad y descomposición
política en Michoacán obligó a que Fausto Vallejo presentara su “renuncia” por
“motivos de salud”.
Como
sucede cuando se comete algún acto criminal, como un asesinato, lo difícil es
la primera vez. Las demás, vienen solas. Y ése parece ser el nuevo mensaje de
Peña Nieto a los gobernadores del PRI, con los que se ha estado reuniendo
bastante seguido: o dan resultados y atienden las instrucciones dadas desde el
Altiplano, o se atienen a las consecuencias.
Más
de uno debería poner sus barbas a remojar.
Email: aureliocontreras@gmail.com
Twitter: @yeyocontreras
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