EL PRESIDENTE COBARDE
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Fotografía: EFE |
Hace casi seis años, cuando el PRI volvió a
Los Pinos tras dos sexenios fuera del poder, el grupo político que tomó las
riendas del país, representado en la figura de Enrique Peña Nieto, aseguraba
que el suyo era un proyecto por lo menos para otros 25 años al frente del
gobierno.
Un sexenio después, el fracaso de ese grupo y
de ese modelo político y económico, evidenciado en su hecatombe electoral del
pasado 1 de julio, tiene el mismo nombre y apellido: Enrique Peña Nieto.
Si bien no es el único responsable del
derrumbe del PRI, el hombre que en los primeros dos años de su administración se
promovía a nivel internacional como un reformador vanguardista y hasta juraba
en publicaciones norteamericanas que estaba “salvando a México”, terminará su
periodo como Presidente de la República en medio del descrédito y el repudio
generalizado de los mexicanos, comparable al de sus antecesores Luis Echeverría
Álvarez y José López Portillo.
Aun cuando la situación económica del país no
se asemeja –al menos hasta ahora- a la ruina en la que dejaron a México los dos
ex mandatarios antes citados, si algo tienen en común ambos con Peña Nieto es
el sino de la corrupción, que enfermó a la administración federal que está por
fenecer como una peste que terminó por aniquilarla.
La corrupción como forma de gobernar, de
hacer política y de vivir fue una sombra que persiguió a Peña Nieto sin que él,
un hombre frívolo e ignorante, se percatara siquiera de la gravedad de este
hecho. Para él y su grupo cercano, hacerse de lujosas propiedades traficando
influencias y favores con empresarios sin escrúpulos, reducir y aplastar a los
adversarios políticos usando de manera facciosa las instituciones, solapar el
enriquecimiento monstruoso de los gobernadores de su mismo partido y de algunos
de sus colaboradores, desviar recursos para ganar elecciones, así como usar los
bienes públicos para beneficio personal, era lo más normal del mundo.
Todos estos excesos finalmente le cobraron
factura, a él y a su partido, y fue entonces que salió a relucir otra faceta de
la personalidad de Enrique Peña Nieto: la de la cobardía personal, que lo llevó
a intentar evadir a toda costa sus responsabilidades.
Cuando estalló el escándalo de la “Casa
Blanca” de Las Lomas, en lugar de dar la cara y ofrecer una explicación a los
mexicanos, el Presidente obligó a salir ante los medios a su esposa, sin
importarle destrozar su imagen con tal de salvaguardar la propia. Y para
intentar “lavar la cara” a su gobierno, ordenó “investigaciones” que obviamente
no llevaron a nada y planteó la creación de un supuesto sistema anticorrupción
que lo único que ha generado hasta ahora es burocracia y, como tragicómica paradoja,
más corrupción.
Al llegarle la lumbre a los aparejos, y ante
la posibilidad real de perder el poder a causa de los estragos causados por esa
misma solapada corrupción a la imagen de su gobierno y su persona, Peña Nieto
accionó el sistema judicial en contra de sus propios “aliados”, sin importarle
que, como el propio Javier Duarte, hubieran financiado –con recursos públicos-
su campaña presidencial. A otro perro habría que cargarle las pulgas del
cochinero en el que todos se revolcaron.
Al final, el sistema que lo encumbró se
encargó de derrumbarlo. Tras la estrepitosa –y completamente previsible-
derrota electoral del 1 de julio, Enrique Peña Nieto se convirtió en una
caricatura de sí mismo. Sigue en funciones como Presidente pero ya no gobierna
ni toma decisión alguna. Sin un dejo de dignidad, permite que quien será su
sucesor le dé instrucciones públicamente, mientras que en lo privado le ordenan
cargar con los costos de otras decisiones que el siguiente gobierno no quiere
asumir directamente. Él acepta gustoso el patético papel de pelele, con tal de
no ser llamado a cuentas en los años por venir.
Porque fue y es un Presidente cobarde.
También por eso será (mal) recordado.
Email: aureliocontreras@gmail.com
Twitter: @yeyocontreras
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