UNA NUEVA (Y FUNESTA) ERA
La “nueva era” del país comenzó con una
ceremonia de purificación. Bastones de mando “consagrados” en una zona
arqueológica –en las que está prohibido celebrar actos políticos-, ministros de
la Suprema Corte investidos como si fueran jefes de comunidad, y una narrativa
que mezcla lo indígena, lo mesiánico y lo autoritario, junto con la farsa, el
montaje folklórico y la simulación.
Es un simbolismo que no es para nada casual:
el régimen que a partir de hoy controla los tres poderes de la Unión busca
legitimarse no por la ley, a la cual desprecia e ignora cuando no le es
favorable, sino por el mito.
La toma del Poder Judicial por parte del
oficialismo marca el cierre de un ciclo de concentración institucional que
comenzó en 2018. Con el Legislativo subordinado desde el primer día, y el
Ejecutivo convertido en púlpito de propaganda, el último dique -la Suprema
Corte- ha sido derribado. Lo que sigue es el control de los medios. Y no lo
ocultan.
La entrega de bastones de mando a los
ministros de la Corte no fue un gesto de respeto a los pueblos originarios. Fue
una escenificación. El bastón, en su contexto tradicional, representa autoridad
conferida por la comunidad. Pero aquí fue entregado por representantes afines
al régimen, en una ceremonia privada, sin consulta ni reconocimiento plural. El
mensaje fue claro: el nuevo Poder Judicial se somete al mandato político, no al
mandato constitucional.
El ministro presidente, Hugo Aguilar Ortiz,
no pronunció una sola palabra sobre independencia judicial. En cambio, habló de
“justicia popular”, “reparación histórica” y, en una traición del
subconsciente, de “designación”. El lenguaje es revelador: se abandona el marco
legal para abrazar el dogma. La Corte deja de ser árbitro para convertirse en
instrumento. Y para mayor desazón, usa una ceremonia pseudorreligiosa para
reforzar una narrativa demagógica en un Poder que se supone laico.
La reforma judicial fue aprobada por el
Congreso en tiempo récord y gracias a un senador cobarde, corrupto y traidor a
sus votantes y al país como Miguel Ángel Yunes Márquez, hoy reducido a ser una
sombra grisácea. Se ignoraron las advertencias de juristas, académicos y
organismos internacionales y se “eligieron” ministros, magistrados y jueces
bajo reglas diseñadas por y para favorecer los intereses del partido en el
poder. En los hechos, se trató de una captura institucional disfrazada, apenas y
torpemente, de democracia.
El Congreso, lejos de ser contrapeso, se ha
convertido en oficialía de partes del Ejecutivo. Las iniciativas se aprueban
por consigna, los debates se reducen a monólogos y la oposición es tratada como
traición. La “nueva era” no tolera disenso: lo combate, lo ridiculiza, lo
criminaliza. Está a punto de perseguirlo judicialmente.
La presidencia de Claudia Sheinbaum, por su
parte, ha mantenido el estilo de su antecesor: conferencias matutinas para
hacer propaganda, descalificaciones sistemáticas y una narrativa de
polarización, mientras exige “unidad” ante los embates del gobierno de Estados
Unidos, que la tiene arrinconada con las evidencias de la corrupción y colusión
criminal de varios integrantes del morenato.
A todo esto se ha añadido recientemente la
intención manifiesta de controlar a los medios de comunicación. La embestida
instrumentalizada a través del acoso judicial de los últimos meses está a punto
de tomar otro nivel con un Poder Judicial sometido, al que claramente han
instruido –baste ver las declaraciones al respecto de Beatriz Gutiérrez Müller
o las de Lenia Batres- para perseguir y sancionar a medios y periodistas –e
incluso a ciudadanos de a pie- que no se alineen con la versión oficial, bajo
el pretexto de “combatir la desinformación”, “proteger al pueblo de las
mentiras” y “democratizar la comunicación”. Pero se trata de pura y dura censura.
Con los tres poderes totalmente alineados a
partir de este 1 de septiembre, el régimen tiene vía libre para rediseñar el
país a su imagen y semejanza y restaurar, no sin ironía, en su totalidad las
prácticas de control más autoritarias de lo que ellos mismos llaman el “viejo
régimen”, del cual varios de los integrantes de la mal llamada “cuarta
transformación”, mamaron.
La “nueva era” no es una etapa de renovación
democrática. Es una fase de consolidación autoritaria. El bastón de mando, la
toga judicial y el micrófono presidencial se han convertido en símbolos de
poder absoluto. Y la historia nos ha enseñado que los regímenes que se
presentan como redentores suelen terminar como opresores.
Lo que está en juego, sin más, es la
libertad. Y varios lo entenderán demasiado tarde.
Email: aureliocontreras@gmail.com
X: @yeyocontreras
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