ÚLTIMO AÑO: VIENE LO PEOR
El próximo 1 de octubre de 2024, Andrés
Manuel López Obrador entregará la banda presidencial a quien lo sucederá en el
poder.
Su sexenio concluirá unos meses antes de cómo
había sido desde la década de los 30 del siglo pasado, pues la reforma
constitucional de 2014 dispuso adelantar el cambio de estafeta de diciembre a
octubre para acortar el espacio entre las elecciones, que se celebrarán el
próximo 2 de junio de 2024, y la toma de posesión del titular del Ejecutivo.
Queda pues menos de un año del actual sexenio
y no se vislumbran horizontes esperanzadores. Por el contrario, lo que se puede
palpar en el ambiente es el recrudecimiento de la violencia en todos los
órdenes y que en lo político mucho tiene que ver con la desesperación por saltar
al siguiente periodo en una posición de poder.
El sexenio de López Obrador terminará como el
más violento de la historia de México. En estos momentos se acerca
aceleradamente a los 170 mil homicidios, a un ritmo que podría llegar sin mucho
problema a los 200 mil para 2024. Una tragedia dantesca. Y sí, mucho peor que
la de los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto porque además, y
como nunca antes, el crimen organizado domina y “gobierna” buena parte del
territorio a fuerza de sangre, fuego y complicidades.
Sumado a lo anterior e intrínsecamente
relacionada, la crisis humanitaria por los miles de desaparecidos y la
intentona del gobierno por maquillar las cifras de un problema que nunca tuvo
la voluntad de siquiera atender, más allá de la foto con las víctimas al
principio del sexenio. Después, ni eso. Si acaso, el desdén.
La corrupción está por todos lados. Desfalcos
multimillonarios en dependencias públicas sin castigo; derroche en obras
faraónicas que no han traído los beneficios prometidos; y desvergonzados
desvíos de recursos públicos para hacer propaganda y política electoral, son la
norma del momento, a pesar de lo cual se mantiene la retórica barata de un
supuesto combate a los vicios del pasado, que en el presente gozan de cabal
salud.
A menos de un año de las elecciones y de la
sucesión presidencial –así como en nueve entidades federativas-, el país entero
se divide y fractura aún más por defender a alguno de los bandos de una clase
política que se recicla, se alquila al mejor postor y cambia de careta y de
“convicciones” según soplen los vientos de la conveniencia.
En medio, un presidente que no escucha, que
vive en la burbuja de su obsesión por cómo pasará a la historia –la cual no se
puede determinar por decreto, como desea-, que perdió la oportunidad histórica
de hacer un cambio verdadero gracias a una legitimidad indiscutible en su
elección y que, en su lugar, se conformó con reeditar las prácticas más
arcaicas de la política al estilo del viejo PRI –de donde proviene- para
concentrar el poder en su persona, desmantelando instituciones que funcionaban
y daban servicios públicos necesarios, mientras ataca con toda la fuerza del
Estado a las que representan la posibilidad de lograr equilibrios y contrapesos.
Como todos los personajes con delirios de
grandeza, Andrés Manuel López Obrador aspiró a quedarse más tiempo en el poder,
pero le fallaron los cálculos y la ciudadanía le quitó la mayoría calificada en
el Congreso en 2021, que le habría permitido hacer una nueva Constitución; así
que decidió intentarlo por la vía de la designación del sucesor, a la manera
clásica del más puro presidencialismo priista. Aunque no debería perder de
vista que el último “maximato” en México terminó en 1936, cuando Lázaro
Cárdenas exilió a Plutarco Elías Calles. Los siguientes presidentes que
intentaron mangonear al sucesor, fracasaron y también acabaron en el exilio,
político o de a de veras.
La ausencia total de autocrítica que
caracterizó a este gobierno no cambiará en el último tramo del sexenio. Solo
que a diferencia de hace cinco años, lo que viene es la debacle, la lenta
pérdida del poder. Y lo que ello trae consigo.
Viene, sin duda, lo peor.
Email: aureliocontreras@gmail.com
Twitter: @yeyocontreras
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