LA PURGA Y LA JAURÍA
En los regímenes autoritarios, la lealtad
ciega –y entre más abyecta, mejor- se premia con generosidad. Pero cualquier
atisbo de disenso se castiga ferozmente y si se trata de “compañeros” o “camaradas”,
el “garrote” se aplica aun con mayor saña.
Especial lugar tienen en la historia del
siglo XX las llamadas “purgas” que ordenó el dictador ruso José Stalin dentro
del propio régimen soviético, que supusieron el asesinato o destierro de
cientos de miles de rusos por considerarlos “traidores”. Ello, con el objetivo
de concentrar absolutamente el poder a través del terror y para lo cual, tras
la muerte de Lenin, mandó ejecutar a todos los líderes de la Revolución de
1917, incluido León Trotsky, a quien sus tentáculos persiguieron hasta México,
donde un agente estalinista lo asesinó.
Esa costumbre de “purgar” de sus filas a
sospechosos de “traición” se convirtió en una constante de los movimientos sociales
y políticos de izquierda, en los cuales su paranoia y autoritarismo no admitía opiniones
ni alternativas diferentes a las posturas más dogmáticas y radicales. Quienes
se atrevían a expresar desacuerdo era expulsados, cuando no se les aplicaba la
“receta” estalinista.
Los proyectos políticos populistas y
unipersonales –sean de izquierda o derecha- se comportan igual. El líder
carismático siempre tiene la razón y no se le puede contradecir ni señalársele
sus errores. Hacerlo representa en automático una condena: la de ser echado del
círculo de lambiscones que alaban y justifican cualquier cosa que haga o decida
el dirigente, así sea la peor de las estupideces. Para mantenerse dentro hay
que “tragar sapos”, como se le dice en México.
Precisamente, el sistema político mexicano es
pletórico de ejemplos de este tipo a lo largo de su historia, en función de la
cultura presidencialista en la cual el titular del Ejecutivo era una especie de
“rey” sexenal, que podía hacer y deshacer a su antojo sin rendir cuentas a
nadie y sin ser sancionado por sus excesos.
Sobre esa base se fundó el sistema de partido
hegemónico que mantuvo al PRI en el poder durante 70 años y en el que la
“disciplina” se premiaba con cargos y prebendas, y lo contrario se castigaba con
el ostracismo, en el mejor de los casos.
La restauración autoritaria que supone el
régimen de la autoproclamada “cuarta transformación” reproduce este esquema
letra por letra, sin quitarle una coma (así como le gusta al actual presidente
que pasen sus iniciativas en el dócil Congreso de la Unión). No hay espacio
para opinar distinto de lo que se dicta como la “verdad oficial” que Andrés
Manuel López Obrador lanza durante su “sermón” mañanero y con la cual toma
decisiones, la mayoría de las cuales han resultado un verdadero desastre para
el país.
Quienes le han sugerido mesura, contención,
prudencia y consciencia, terminaron fuera del gobierno o degradados a cargos
menores a manera de castigo y escarmiento. Al “amado líder” se le obedece, no
se le cuestiona.
Desde Carlos Urzúa hasta Tatiana Clouthier
han padecido lo mismo en mayor o menor medida y han salido del gabinete de
López Obrador, cuyo círculo cada vez se compacta más en el ala radical de su
“movimiento”, cuya conducta es la de una secta fanatizada presta para poner el
pecho en defensa de un político que se deshace con singular facilidad de sus
“aliados” cuando ya no le son útiles.
Es el caso por ejemplo de personajes como
Gibrán Ramírez, a quien al principio del sexenio intentaron posicionar como uno
de los nuevos “voceros intelectuales” del régimen, hasta que se le ocurrió
tener aspiraciones políticas propias y colocarse en el bando de Ricardo
Monreal. Hoy es “crítico” de algunos de los excesos del sistema que defendía y
termina siempre apaleado en las redes sociales por sus “compañeros de lucha”.
Quizás el caso más paradigmático sea el de
John Ackerman, un académico de la UNAM que durante varios años fue otro de los
megáfonos del lopezobradorismo en los medios. Cayó en desgracia junto con su
esposa, la ex secretaria de la Función Pública Irma Sandoval, porque ésta se
fue “por la libre” e intentó desde esa posición bloquear la llegada de los
Salgado Macedonio al poder en Guerrero, contraviniendo la voluntad del “amado
líder”.
Ella fue echada vergonzosamente del gobierno
y Ackerman –que tras de ese episodio se convirtió en férreo crítico de la
dirigencia nacional de Morena de Mario Delgado- se transformó en un paria para
la “4t”, al grado que hoy se queja que le quitaron el programa que conducía en una
emisora pública, el Canal Once, y al mismo tiempo le cerraron el espacio a la
columna que publicaba desde hace varios años en el diario oficial del
lopezobradorismo, La Jornada, uno de los tres medios de comunicación que más
dinero reciben del actual gobierno por concepto de publicidad oficial: 716
millones de pesos entre enero de 2019 y hasta agosto de este año, solo por
debajo de Televisa y TV Azteca.
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